Miércoles, 10 de junio, 2020

El gobierno piensa que necesita ganar la batalla de dominar la narrativa para recuperar el control, dentro y fuera del país. Esto ha quedado muy claro con su reciente inversión de 30 millones de dólares estadounidenses en una campaña de imagen mundial para promocionar las libertades de la ciudad y su éxito en la erradicación de una minoría violenta retratada como causante de los “disturbios” de 2019


Por Joshua Rosenzweig, responsable del equipo de China de Amnistía Internacional

Fue uno de esos momentos “Yo estuve allí”. Un millón de personas, desde niños hasta abuelos, llenaban la calle Hennessey de Hong Kong para defender los derechos de su ciudad a pesar de la humedad estival. El 9 de junio de 2019 fue un día de inquietud, rebeldía y esperanza para las personas que salieron a la calle a manifestarse contra una propuesta de ley que permitía las extradiciones a la China continental.

Pero no es así como las autoridades de Hong Kong quieren que lo recordemos.

Un año después de aquella concentración sin precedentes, el movimiento multitudinario que activó a una generación está sintiendo todo el peso del asalto implacable del gobierno. Golpes, gas lacrimógeno y armas de fuego han sido los medios utilizados en los últimos 12 meses para reprimir unas protestas mayoritariamente pacíficas. Las manifestaciones reanudadas en respuesta a la terrorífica ley de seguridad nacional propuesta por Pekín se han encontrado con la conocida respuesta policial de mano dura.

Pero, fuera de la agitación en las calles, el gobierno de Hong Kong está adoptando un enfoque más calculado. Además de la fuerza bruta, la propaganda es el arma que ha elegido para intentar aplastar un segundo verano de inconformidad antes de que comience.

No fue una sorpresa que el inoperante órgano de vigilancia de la actuación policial de Hong Kong exculpara a los agentes de la ciudad de actuación indebida en un “informe de investigación” sobre las protestas publicado el mes pasado. Pero lo más escandaloso de ese informe era el descaro con que reescribía la historia, retratando a los manifestantes como agresores o, más concretamente, como “terroristas” empeñados en causar trastornos violentos.

Es un ardid directamente salido del manual de seguridad nacional del gobierno chino, donde la estabilidad se antepone a todo, incluidos los derechos humanos, y las personas con actitud crítica son acusadas de ponerla en peligro. Esta fórmula es tan eficaz para controlar el discurso que Donald Trump está usando su propia versión para situar el “terrorismo” en el centro del debate sobre las protestas del movimiento “Black Lives Matter” (Las vidas negras importan).

Y es esa supuesta amenaza de “terrorismo” en Hong Kong la que teóricamente ha impulsado a China a tomar cartas en el asunto con una ley de seguridad nacional que podría entrar en vigor en pocos meses.

Apenas se conocen los detalles de cómo será finalmente la ley, lo cual ya resulta preocupante dado el historial de China de utilizar legislación general e imprecisa para reprimir la disidencia en todas sus formas. Teniendo en cuenta sus denuncias de “separatismo, subversión, terrorismo e injerencia extranjera”, el miedo a que se utilice como instrumento para castigar a simpatizantes del movimiento es considerable.

La impresionante crueldad de la ley de seguridad nacional hizo estremecerse al movimiento en favor de la democracia, pero no es más que otra escalada del ataque sostenido contra los derechos humanos en Hong Kong.

En la conferencia de prensa donde la jefa del ejecutivo de Hong Kong, Carrie Lam, apoyó la farsa de informe del órgano de vigilancia de la actuación policial, como telón de fondo se mostraba la imagen de una barricada en llamas con el título: “La verdad sobre Hong Kong”.

Las autoridades han exagerado e instrumentalizado el hecho de que algunos manifestantes recurrieran a la violencia en el punto álgido de los disturbios el año pasado. Pero esos casos sólo representan una ínfima minoría en comparación con el número de personas que protestaban pacíficamente.

El gobierno piensa que necesita ganar la batalla de dominar la narrativa para recuperar el control, dentro y fuera del país. Esto ha quedado muy claro con su reciente inversión de 30 millones de dólares estadounidenses en una campaña de imagen mundial para promocionar las libertades de la ciudad y su éxito en la erradicación de una minoría violenta retratada como causante de los “disturbios” de 2019.

Sin embargo, el movimiento de protesta de Hong Kong está lejos de haber sido vencido, a pesar de todos los esfuerzos del gobierno para anularlo.

Los meses en que la COVID-19 ha despejado las calles de activistas, las protestas han evolucionado a una forma de resistencia diaria. El mejor ejemplo es el auge del Círculo Económico Amarillo, movimiento que anima a la gente a patrocinar comercios locales que apoyan las protestas; el amarillo es el color que ha adoptado.

En el contexto de una mejor situación de salud pública, la gente está volviendo tímidamente a protestar en la calle a pesar de que siguen en vigor las medidas de distanciamiento social, que en ocasiones se han utilizado para impedir las protestas. La inmensa mayoría de las manifestaciones siguen siendo pacíficas, como fueron las de la calle Hennessey hace un año.

La creatividad y el aguante de quienes participan en las manifestaciones hace prácticamente imposible que el gobierno consiga su silencio. Sin embargo, en vez de escuchar sus demandas, se inclina empecinadamente por una lucha cada vez más dura contra el enemigo que se ha creado.

En cualquier caso, mientras haya manifestantes de actitud pacífica, jóvenes y de avanzada edad, que siguen alzando su voz, entonando canciones y coreando eslóganes, es deshonesto calificar este movimiento de amenaza para la ciudad. Las protestas nunca han tenido por objeto destruir Hong Kong; lo que intentan es salvarlo.

Este artículo se publicó originalmente en Hong Kong Free Press

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