Miércoles, 27 de mayo, 2020
Desde el inicio de la pandemia de COVID-19, la Organización Mundial de la Salud ha recomendado que lleven mascarilla las personas que tosen o estornudan. A consecuencia de ello, en muchos países las autoridades han adoptado normativas que exigen el uso de mascarillas en los espacios públicos. Por ejemplo, en Francia es obligatorio llevar mascarilla en los transportes públicos.
Los Estados tienen la obligación de proteger a las trabajadoras y los trabajadores esenciales que estén expuestos a contraer el virus en su lugar de trabajo, lo que incluye proporcionar mascarillas y otros equipos de protección individual. Con todo, las recomendaciones actuales sobre el uso de mascarillas también ponen de manifiesto lo absurdo de los argumentos que han empleado algunos gobiernos europeos para prohibir cubrirse el rostro en los espacios públicos.
Desde 2011, en muchos países europeos, tales como Bélgica, Bulgaria, Dinamarca, Francia y Países Bajos, las personas responsables de la formulación de políticas han promulgado leyes que prohíben cubrirse la cara. Su objetivo: las mujeres musulmanas que llevan niqab (velo integral), al que muchas personas también han denominado erróneamente burka.
Los debates que precedieron la adopción dichas leyes definían el uso del niqab como problemático. Este “debate” público, a menudo con carga política, generó leyes discriminatorias y se produjo una alianza contra natura entre populistas de derechas, sectores del movimiento feminista y personas laicas.
Los más altos niveles de gobierno iniciaron una carrera hacia el abismo por ver quién tenía más prejuicios.
En agosto de 2019, Boris Johnson, el primer ministro de Reino Unido, comparó a las mujeres musulmanas que llevaban velo integral con “buzones de correos” y “ladrones de bancos”. Tardo más de tres meses en pedir disculpas por sus comentarios. Durante las tres semanas posteriores a su discurso, la ONG Tell MAMA denunció que los incidentes islamófobos contra personas musulmanas habían aumentado un 375% en Reino Unido.
En otros países, se han impuesto multas a mujeres con velo integral han y han sido objeto de delitos de odio racistas simplemente por caminar por la calle. En 2017, una encuesta paneuropea de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea concluyó que el 22% de las mujeres musulmanas que participaron en la encuesta y llevaban niqab o hiyab habían sido insultadas en la calle.
Resulta decepcionante que algunos tribunales hayan confirmado dichas leyes. En una desconcertante sentencia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos resolvió que llevar velo integral era contrario a la noción de “convivencia”. Ninguna norma de derechos humanos contempla la idea de “convivencia” como criterio que permita a los Estados restringir el derecho a la libertad de expresión y de religión o creencia.
El hecho de definir el velo integral como una amenaza para la seguridad o como un símbolo de la opresión de las mujeres encarna estereotipos discriminatorios endémicos a la “otredad” de las mujeres musulmanas por motivo de su religión. La prohibición de llevar velo integral constituye también una restricción desproporcionada de los derechos humanos de una minoría cuyo lugar en la sociedad se caracteriza con demasiada frecuencia por sufrir discriminación y racismo.
En los últimos años, las personas responsables de la formulación de políticas también se han opuesto a la utilización de máscaras en las protestas. En Hong Kong, donde el año pasado hubo manifestaciones multitudinarias organizadas por movimientos sociales, las autoridades han impuesto la prohibición total de llevar máscaras en las protestas, lo que ha dado lugar a que las y los manifestantes afronten duras represalias. En Francia, la policía arrestó a cientos de personas tras la entrada en vigor en abril de 2019 de una prohibición similar.
Las autoridades públicas han introducido en el subconsciente colectivo el fantasma de hordas de manifestantes enmascarados vestidos de negro que de manera regular se dedican a destrozar bancos y comercios. No obstante, las máscaras son esenciales para manifestarse en lugares en los que existen motivos muy legítimos de preocupación a causa del uso del reconocimiento facial. La protección del orden público no justifica la prohibición total de las máscaras en cualquier protesta, independientemente de la amenaza concreta que planteen para el orden público. Las prohibiciones totales constituyen una restricción desproporcionada del derecho a la libertad de reunión y de expresión.
El modo en que interpretamos costumbres y comportamientos específicos es a menudo un constructo social y cultural. Los prejuicios, los estereotipos y la “otredad” con frecuencia contribuyen a la manera en que percibimos determinadas prácticas. En muchos países, los gobiernos y amplios sectores de la sociedad han definido el velo integral, y de manera más general, cubrirse el rostro, como amenazas para la seguridad y/o como una manifestación de la desigualdad de género. Han presentado sus interpretaciones como dogmas.
Sin embargo, estas interpretaciones son sólo constructos sociales y culturales que pueden cambiar a lo largo del tiempo; ya hemos visto cómo la pandemia de COVID-19 las está desbaratando. Las personas responsables de la formulación de políticas deben aprovechar esta oportunidad para derogar la legislación que prohíbe el uso del velo integral y levantar la prohibición total de llevar máscaras en manifestaciones. La otra opción es exigir a la gente llevar mascarillas para luchar contra la COVID-19 y, al mismo tiempo, imponer multas a mujeres por llevar velo integral o a manifestantes por cubrirse el rostro. No deberíamos pasar por alto lo irónico, hipócrita y discriminatorio de esta situación. ¿La mascarilla para luchar contra el virus es realmente tan distinta del niqab?
Este artículo fue publicado originalmente por Euronews aquí.