Jueves, 09 de mayo, 2019
Desde febrero, los aviones han estado bombardeando nuevamente la ciudad de Idlib, donde se concentran muchos civiles. Han atacado colegios y edificios ordinarios. Miles de personas están huyendo. Han pasado ocho años, y todavía seguimos bajo las bombas
Hay una frase de sabiduría popular que a menudo decimos aquí: “Si oyes disparos, estás a salvo porque sigues con vida para escucharlos”.
En Siria, el frente está en todas partes. Hay combates en todo el país. En mi pequeño pueblo, vi un avión bombardear una casa que estaba a doscientos metros.
Cuando mis hijos oyen los aviones, intentan subir al tejado para ver dónde atacarán. Las casas no son grandes, normalmente sólo son de una planta. Mi esposa y yo los escondemos en la cocina, debajo del fregadero. Es todo lo que podemos hacer para protegerlos.
Desde febrero, los aviones han estado bombardeando nuevamente la ciudad de Idlib, donde se concentran muchos civiles. Han atacado colegios y edificios ordinarios. Miles de personas están huyendo. Han pasado ocho años, y todavía seguimos bajo las bombas.
Antes de la guerra, Idlib pasaba un poco desapercibida, pero nuestra educación era buena. Exportábamos docentes a otras partes de Siria. Estudiábamos las guerras de Europa y sabíamos mucho de política mundial. Yo veía Channel 4 para aprender inglés. Lo sigo haciendo, y sigo los debates sobre el Brexit. Vemos que Reino Unido respeta la ley. Allí la gente tiene derecho a expresar sus opiniones.
Aquí en Siria no teníamos eso. No podíamos hablar del gobierno. Había mucho silencio. Si hacías una pregunta, respondíamos lo mismo que el gobierno; sabíamos qué pensaban.
Tomé la decisión de quedarme. Al principio creíamos que la guerra no duraría mucho. Después me planteé ir a Países Bajos, pensando en que nuestros hijos podrían tener una educación allí. Incluso lo intenté, pero me pararon.
Después de eso, mi esposa me convenció de que nos quedáramos, fuera cual fuera la evolución de la situación en Siria. Muchas de mis amistades se marcharon, pero nosotros nos quedamos.
Recuerdo leer Por quién doblan las campanas en la universidad, que trata de un grupo de amigos que deciden quedarse tras la línea enemiga para luchar por sus convicciones. Creo que la mayoría de mis colegas y yo sentimos que tenemos el deber de quedarnos y trabajar por nuestro país para participar y allanar el terreno para el cambio democrático.
Salir de Siria no es sólo salir de un país. Es dejar tu tierra natal, tu comunidad. Y, claro, a cualquier persona que salga puede que no se la permita regresar.
Lo más duro de vivir en Idlib es tratar de cubrir las necesidades de tu familia. Hace ocho años que no tenemos electricidad. Mi familia depende de unas cuantas placas solares y de una batería de automóvil cuando llueve. Así es como calentamos el agua para bañar a los niños. Hallar la manera de mantenerlos limpios es difícil. En invierno llevan capas de ropa porque hace frío, y toda esa ropa hay que lavarla a mano.
Al principio de la guerra, no se nos daba muy bien adaptarnos a la nueva realidad. Por ejemplo, no sabíamos cómo hacer nuestro propio pan. Siempre habíamos ido a la panadería. Mi esposa y yo aprendimos a hornear —sólo panecillos pequeños— en una cocina de leña.
Ahora es un poco más fácil. Las familias se ayudan entre ellas, y evitamos ir a las ciudades por los ataques aéreos. En lugar de eso, se han abierto pequeñas tiendas en los pueblos, que venden combustible, pan, verduras y teléfonos móviles.
Durante los últimos dos años, he trabajado para una ONG que apoya la educación. Aquí la brecha entre las necesidades y lo que hay disponible es enorme. Muchos colegios acuden a nosotros para recibir apoyo y no podemos ayudarlos a todos.
Antes de la guerra, yo era profesor de secundaria. También trabajaba en la construcción durante las vacaciones de verano, para ahorrar un dinero extra. Me casé, construí una casa e incluso me compré un automóvil. Conozco el valor de la educación y el valor del trabajo.
Me considero afortunado. He conocido a muchísimas personas desplazadas y he visto cómo sufren. Pero no se trata sólo de los familiares a los que han matado. ¿Cómo se compensa a alguien por perder sus recuerdos, sus fotografías y su ropa? En todas las casas hay símbolos y recuerdos irremplazables; las personas están hechas de sus recuerdos. Todo eso ha sido destruido.
Hace unos años conocí a un ulema muy culto. Cuando le pregunté por sus libros, rompió a llorar. Me contó que había escrito muchísimos, y luego que habían saqueado su biblioteca. Los libros se malvendieron en la calle.
Muchos tienen una mala imagen de nosotros, de la gente de Idlib. Creen que damos refugio a terroristas y que merecemos que se nos castigue por ello. Pero no se nos preguntó ni sobre Al Nusra ni sobre HTS [Hayat Tahrir al Sham] ni sobre cualquier otro grupo. No importa qué facción tenga el control, para mí no cambia mucho. Me asustan los controles de seguridad. Esta no es mi lucha.
Espero que esta guerra brutal termine pronto, y que los perpetradores rindan cuentas. Espero que mi familia y yo no tengamos que huir.
Algunos dicen que nos equivocamos al manifestarnos; otros, que este es el amargo precio que hay que pagar por nuestros derechos, o que somos piezas en el tablero mundial. Me sigo acordando de un ingeniero libanés que conocí antes de la guerra y que por aquel entonces me dijo que si las cosas se estabilizaban en Egipto, Siria tendría que empeorar; los comerciantes de armas necesitan una guerra.
Lo que está claro es que nosotros, el pueblo sirio, no tenemos el control. Son las superpotencias las que deciden el resultado. A la oposición no se le permitió triunfar. Ni siquiera se le permite tomar decisiones al gobierno de Asad. Sólo espero que nosotros, la gente corriente de Siria, no paguemos el precio si las negociaciones no van bien.
Quiero decirle al mundo que estamos aquí. Nos dan miedo Asad y su milicia. Nos sentimos traicionados por otros gobiernos. Vimos algunas manifestaciones en Europa por lo que está pasando aquí, pero no son suficientes. Nos están matando y ustedes lo están viendo, están viendo las fotos. Pero no se ha hecho nada.
Ahora hay funerales todos los días. Todos los días vemos cadáveres. Las víctimas no son números. Conocemos sus nombres, sus familias, sus historias, incluso sus rostros.
Cuesta creer que haya personas que bombardeen un colegio con niños dentro. Pero no tenemos tiempo para estar de luto. Debemos volver a la vida.
La esposa de un amigo dice: “Solíamos ser alegres y divertirnos siempre que teníamos ocasión, pero ahora hemos perdido la capacidad de sonreír”.
Aquí, en Idlib, tenemos la sensación de que ahora nuestra última esperanza está en Turquía. Hemos dejado de confiar en todos los gobiernos que se reúnen con Asad, como si no pasara nada.
Veo a mis hijos y a los hijos de otras personas jugar fuera; hablan con el lenguaje de la guerra: ejército, milicia de Asad, revolucionarios.
Otro padre me pregunta: “¿Cómo vamos a convencerlos de que dejen de utilizar esas palabras cuando termine la guerra?”.
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*Se ha cambiado el nombre del autor por razones de seguridad, ya que las personas que expresan su opinión podrían sufrir represalias en el futuro.