Viernes, 10 de agosto, 2018
"En vez de estar charlando tranquilamente con Oyub Titiev con una rica taza de té en la mano, lo estoy viendo sentado en una jaula de metal mientras se desarrolla este juicio absurdo y kafkiano", relató Anna Neistat, directora general de investigación de Amnistía Internacional
A mi llegada en avión a Grozni, una ciudad dominada por flamantes rascacielos y una imponente mezquita de cuatro minaretes, no puedo evitar pensar en las otras veces que venido.
Antes venía siempre por carretera. A veces con un conductor que estaba dispuesto a correr el riesgo de pasar por múltiples puestos de control llevando en su vehículo a una investigadora de derechos humanos. En otras ocasiones venía en un microbús local, con pañuelo en la cabeza y un vestido como el de las demás mujeres, confiando en que los soldados no se molestaran en comprobar mis documentos.
Nunca me he alojado en Grozni en una habitación con aire acondicionado. Al contrario, me quedaba en casas de personas que eran lo suficientemente amables y valientes como para alojarme, en edificios medio destruidos y sin agua corriente, situados en calles iluminadas por el fuego que salía de los agujeros de las conducciones de gas.
Estuve años viniendo aquí, durante la denominada “segunda guerra chechena”, para documentar y denunciar abusos inimaginables. Al principio los cometían las tropas rusas que luchaban contra la insurgencia chechena y, luego, los aún más temidos “Kadyrovtsy”, fuerzas de seguridad controladas por Ramzán Kadírov, quien todavía dirige Chechenia, ahora como presidente.
Primero fueron los bombardeos intensivos, que borraban del mapa pueblos enteros y causaban miles de muertes de civiles. Luego empezaron las brutales “operaciones de limpieza” en que se llevaban por la noche a centenares de hombres y niños y nunca se los volvía a ver. Las mujeres a las que entrevisté pasaban días seguidos yendo de una fosa común a otra en busca de sus esposos, hermanos e hijos. Los que tuvieron la suerte de sobrevivir dijeron haber pasado meses y años en alguna de las prisiones secretas de Kadírov, torturados tan brutalmente que nunca se les curaban las heridas y atormentados constantemente por las imágenes de los otros detenidos que eran ejecutados delante de ellos a diario. Centenares de miles de personas huyeron y fueron presionadas constantemente para que regresaran a sus hogares destruidos, porque oficialmente “la guerra había acabado”. Cuando regresé después, el miedo se podía palpar en Chechenia.
Mi primera parada en Grozni era siempre la oficina del centro de derechos humanos Memorial, sección local de la organización de derechos humanos más destacada de Rusia. Repasábamos los casos que habían documentado, elaborábamos una estrategia, a menudo íbamos juntos a ver a testigos y, por supuesto, tomábamos montones de tazas de té en su diminuta cocina, donde nos sentíamos como si fuera el lugar más acogedor y seguro en medio del caos. Costaba entender que alguien pudiera no sólo vivir en ese infierno, sino también trabajar día tras día para llevar un meticuloso registro de las violaciones de derechos humanos, intentar ayudar a las víctimas, enfrentarse a las autoridades y librar batallas aparentemente imposibles de ganar en los tribunales. Iba a menudo, pero yo siempre me marchaba y esas personas se quedaban, a pesar de las difamaciones, los ataques y las amenazas de muerte.
Uno de los lugares más espantosos de Chechenia en aquel momento era Gudermes, el cuartel general de Kadírov, donde sus fuerzas hacían todo lo que les daba la gana. Cuando los plateados vehículos de los Kadyrovtsy, con sus ventanillas de cristal tintado y sin placas de matrícula, pasaban por las calles, la gente intentaba volverse invisible.
Fue en Gudermes, en 2003, donde conocí a Oyub Titiev. Bueno, a Oyub. No sabía su apellido ni lo pregunté: el riesgo que corría trabajando como representante de Memorial allí era enorme. Era tranquilo y cuidadoso, pero incansable. Realizaba un valiente e inestimable trabajo, documentando abusos contra los derechos humanos y ayudando a las víctimas, sin que las autoridades lo supieran, claro. Con el paso del tiempo, las amenazas y advertencias que sus colegas recibían, a veces desde la cúspide misma de la administración chechena, se volvieron cada vez más explícitas.
El secuestro y asesinato en 2009 de Natalya Estemirova, destacada investigadora de la oficina de Grozni de Memorial, tenían claramente por objeto no sólo silenciarla a ella, sino también dar un aviso a otras personas, como Oyub, para que pararan.
Pero, en vez de callarse, Oyub tomó el relevo y se convirtió en el director de Memorial en Chechenia. Se negó a marcharse a pesar de los crecientes riesgos que corría y continúo dirigiendo el trabajo de la organización sin importarle las dificultades.
En enero de 2018 detuvieron su automóvil cuando salía de Kurchaloy, la localidad donde vivía, y se lo llevaron detenido. La policía afirmó que había encontrado una bolsa de marihuana en el vehículo. Era una acusación absurda para cualquiera que conozca a Oyub: padre de familia de 60 años, deportista, musulmán practicante y una de las personas más respetables de Chechenia. Pero las autoridades no han dejado nunca de utilizar este tipo tácticas flagrantes para silenciar a quienes las critican.
Esta semana me he encontrado otra vez con Oyub, pero no en la oficina de Memorial, sino en un juzgado de Shali, la tercera ciudad más grande de Chechenia. En vez de estar charlando tranquilamente con él con una rica taza de té en la mano, lo estoy viendo sentado en una jaula de metal mientras se desarrolla este juicio absurdo y kafkiano.
Cuando me ve, me saluda igual que un viejo amigo. Me dice que transmita su agradecimiento a las personas que le han enviado cartas y mensajes de apoyo. “Este apoyo es muy necesario. Pero todo irá bien”, me asegura. Ese el viejo Oyub de siempre, tan fuerte, centrado y valiente.
Los testigos de cargo, incluido el instructor penal que inició la causa contra Oyub, no responden a las preguntas clave. Cuanto pregunta la defensa, repiten su mantra como un disco rayado: “Fue hace mucho tiempo”, “no me acuerdo”, “no estoy seguro”. A medida que se acumulan las preguntas sin respuesta, el sudor que rezuma el instructor penal va formando cada vez más manchas en su camisa. Es evidente que no sabe qué decir. Se enfada. Los fiscales se enfadan todavía más, interrumpen a la defensa y susurran las respuestas al testigo.
Viendo este juicio, recuerdo otra vez que los deslumbrantes rascacielos y los floridos parques de Chechenia no ocultan la verdad fundamental: el lugar está encantado. Seguirá encantado hasta que se rindan cuentas por los crímenes que se cometieron y se ponga fin a los abusos que se cometen ahora. Oyub Titiev es una de las pocas personas que han trabajado incansablemente para conseguir que el cambio en Chechenia sea real y que tras las brillantes fachadas la gente viva sin miedo. Mientras siga encarcelado, el impresionante cambio de imagen llevado a cabo no engañará a nadie.
Por Anna Neistat, directora general de investigación de Amnistía Internacional