Lunes, 13 de noviembre, 2017
"Esto no debe convertirse en otra tragedia humana que cope durante unos días los titulares, suscite indignación en la calle y después se disipe de la atención de la gente mientras las víctimas siguen sufriendo durante meses y años. La población rohingya ya ha sufrido demasiado para volver a ser abandonada."
De pie junto a la frontera de Bangladesh con Myanmar, observamos a las personas refugiadas cruzando a paso lento los espesos arrozales de color verde lima. Mostraban señales de agotamiento. Tenían el rostro demacrado y graves magulladuras en los pies descalzos. Aceptaron agradecidos las raciones que les ofrecieron los trabajadores de ayuda humanitaria —una botella de agua para calmar la sed y una galleta de alto contenido calórico para recuperar fuerzas— y la propuesta de descansar a la sombra después de varios días, en algunos casos varias semanas, de arduo viaje.
De repente, un trabajador humanitario europeo se volvió hacia mí y me preguntó: “¿Crees que habrá algún país occidental dispuesto a aceptar a tantas personas como hay aquí?” Una pregunta que no esperaba respuesta. Ahora que las personas refugiadas se enfrentan a lo que el papa Francisco ha definido con los inquietantes términos de “la globalización de la indiferencia”, Bangladesh destaca por abrir sus puertas.
A lo largo de los dos últimos meses, más de 600.000 refugiados y refugiadas rohingyas han huido de incendios provocados, violaciones, torturas y homicidios para buscar refugio en Bangladesh. Decenas de ellas no lo han conseguido: han perecido ahogados al volcar sus embarcaciones. Y miles aún continúan su viaje, ya que temen sufrir persecución en un territorio donde se los demoniza constantemente, tachándolos de “terroristas bengalíes” y “migrantes ilegales”. Si se cuentan todos los rohingyas que ya estaban allí, expulsados de sus pueblos por oleadas anteriores de violencia, ya casi suman un millón los refugiados dispersos por todo el distrito bangladeshí de Cox's Bazar. Ya superan a los que quedan aún en su tierra natal.
En el pasado fueron admitidos a regañadientes en el país. “El gobierno de Bangladesh ha considerado tradicionalmente a los rohingyas como personas que requieren control, en lugar de apoyo”, me dijo un funcionario de la ONU en Bangladesh. Ha habido devoluciones sin el debido procedimiento, e incluso intentos de dejarlos morir de hambre en los campos. En 1979, cuando más de 200.000 rohingyas buscaron refugio en campos de Bangladesh, 10.000 murieron de hambre en unos meses.
Esta vez podría ser diferente. Cuando se fueron conociendo los detalles de los crímenes contra la humanidad cometidos contra los rohingyas que se hallaban repartidos en Bangladesh, se desató una ola de solidaridad popular. La primera ministra Sheij Hasina abandonó su postura ambivalente y los acogió. En una visita que realizó a los campos a principios de septiembre, dijo que, si Bangladesh podía alimentar a más de 170 millones de personas, también podía alimentar a los recién llegados. Desde entonces, el partido gobernante, la Liga Awami, decoró las farolas de todo Cox’s Bazar con carteles que representan con orgullo a Sheij Hasina como “madre de la humanidad” consolando a niños y niñas rohingyas.
Pero la paciencia parece estar agotándose. El gobierno de Bangladesh no oculta su deseo de que los rohingyas regresen cuanto antes a Myanmar. Los ministros advierten ahora de los riesgos para la seguridad que suponen los campos y de la sobrecarga que implican para un país pobre y densamente poblado como el suyo.
Bangladesh niega la condición de refugiados a los rohingyas. Se los mantiene apartados de la comunidad local, confinados en un “macrocampo” donde los obligan a hacinarse en una extensión interminable de tiendas de lona y endeble bambú. El gobierno ha renunciado a atender las peticiones de la comunidad de que establezca múltiples sitios para permitir un fácil acceso, y sigue planteándose la peligrosa idea de reubicar a todos los refugiados rohingyas fuera del territorio continental, en dos islas de sedimento inhabitables.
Todos los refugiados rohingyas con los que hablé expresaron su deseo de volver a casa, pero sólo cuando haya vuelto la paz, o shanti. Por desgracia, no es probable que la paz llegue pronto. Dependerá en gran parte de los propios generales del ejército de Myanmar, que han dirigido operaciones de limpieza étnica despiadadamente eficaces, y que parecen ver la expulsión de los rohingyas como una solución y no como un problema.
Bangladesh ya se siente aislado. Sus vecinos mayores apenas han sido de ayuda. China se ha puesto directamente del lado de Myanmar. India ha suavizado su posición recientemente, expresando preocupación por la violencia en el estado de Rajine, sin nombrar culpables. El gobierno de Narendra Modi no ha descartado sus planes de devolver a Myanmar a 40.000 rohingyas que están actualmente en India, lo que constituiría una violación manifiesta del derecho internacional.
Pakistán todavía no ha asumido el papel que claramente debe representar aquí. Como estrecho aliado de China, debe imponerse a Pekín para que presione a los militares de Myanmar, lo que incluye parar las ventas de armamento a este país, incluidos los 16 aviones de combate chino-paquistaníes cuya entrega está prevista para este año. Los generales de Myanmar cuentan con el apoyo de su poderoso vecino para protegerse del escrutinio y la rendición de cuentas.
Pakistán debería asimismo ofrecer el apoyo necesario a Bangladesh para albergar a los refugiados rohingyas en condiciones humanas, sostenibles y dignas; la medida sin duda mejoraría la reputación de Pakistán en la región y fuera de ella.
Esto no debe convertirse en otra tragedia humana que cope durante unos días los titulares, suscite indignación en la calle y después se disipe de la atención de la gente mientras las víctimas siguen sufriendo durante meses y años. La población rohingya ya ha sufrido demasiado para volver a ser abandonada.
De Omar Waraich, director adjunto de Amnistía Internacional para Asia Meridional.
Originalmente publicado en Dawn: https://www.dawn.com/