Lunes, 23 de septiembre, 2019
Fernández, Jáckeline

La violencia puede estar presente tanto en el camino como en los lugares hacia donde se dirigen. Pero han asumido que es el único modo de producir el dinero que necesitan para sobrevivir y ayudar a sus seres queridos


La movilidad cotidiana o pendular es aquella que ocurre entre los lugares de residencia y los sitios de trabajo, estudio, y/o acceso a los servicios. Se caracterizan por ser movimientos periódicos y repetitivos que implican la ida y el retorno.

Al ser la más común de las movilizaciones humanas, es posible que sus riesgos queden minimizados por aquellos que le son propios a la migración, especialmente en el contexto actual.

De hecho, al leer el Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas sobre la situación de los Derechos Humanos en Venezuela, no hay mención alguna a este tipo de movilidad.

Pero si menciona los cuatro millones de migrantes venezolanos (para ese momento, ya que la cifra se ha incrementado en los últimos meses) que ha documentado la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), señalando que las “Violaciones de los derechos a la alimentación y la salud son los factores principales” de dicho movimiento. También indica que algunas de las personas migrantes no tienen recursos para pagar pasajes, por lo cual realizan grandes desplazamientos a pie. Asimismo, recalca: “(…) se ven expuestas a condiciones climáticas hostiles, falta de refugios en buenas condiciones, alimentos, agua potable y saneamiento. Estas personas también son objeto de robos a mano armada y de otros abusos. Muchas de ellas están bajo presión para enviar alimentos, medicamentos y dinero a casa”.

Todas las situaciones descritas son vividas por las mujeres que se encuentran en condición de movilidad pendular.

Un camino sin garantías

Un grupo de mujeres que se desplaza desde sus hogares hasta la zona sur, coincide regularmente en el peaje. Sus edades oscilan entre 14 y 60 años. Para algunas es la primera vez que toman el riesgo de viajar hasta cualquiera de las ciudades que orbitan la tierra del oro.

Esperan por una cola. Llevan sus pertenencias en pequeños bolsos y en cavas productos para la venta. Algunas tienen familiares o personas conocidas en su lugar de destino, pero son muy pocas las que tienen esa ventaja.

Pueden pasar hasta dos días esperando hallar quien las traslade. Mientras tanto, duermen en la orilla de la vía, comparten el poco alimento que pueden adquirir o que algún alma generosa les regala. No hay ninguna instalación donde puedan asearse de manera segura.

No le temen al paludismo, tienen historias sobre eso. Casi todas conocen o conocieron personas que sobrevivieron a esa enfermedad endémica de la zona minera. Otras cuentan historias distintas, pero eso no las detiene. La necesidad es el lugar común de donde provienen, vengan de Ciudad Bolívar, Puerto Ordaz o San Félix, en sus hogares no cuentan con los recursos suficientes para proveer al grupo familiar de lo más elemental.

Saben que no hay garantías. Que la violencia puede estar presente tanto en el camino como en los lugares hacia donde se dirigen. Pero han asumido que es el único modo de producir el dinero que necesitan para sobrevivir y ayudar a sus seres queridos.

La sororidad que arropa la incertidumbre

Las mujeres que vienen y van hacia las minas son invisibles. No porque se desconozca la situación, sino porque se minimizan los riesgos que asumen para poder transitar ese camino. La violencia sexual es uno de esos riesgos normalizados. Aceptar que su cuerpo es un objeto de intercambio, ponderable económicamente, obviando en esa ecuación las secuelas emocionales, físicas y psicológicas, es parte del camino. “He tenido suerte, ninguno se ha antojado de mi”, dice una muchacha, “si se antojan de uno ya no sales de la mina” sentencia.

Toman algunas medidas para cuidarse las unas a las otras: “Viste a Hi… en Las Claritas?, ella se fue para allá el viernes”, “Cuando pases por el 88, pregunta por Cl…, ella iba para allá”. Van tejiendo redes en la vía, preguntan las unas por las otras, vigilan en que carro se montan. Algunas de las vendedoras ambulantes que hacen vida en el sitio les brindan un cafecito de vez en cuando, otras les regalan un pan.

Son madres solteras, estudiantes, hijas con labores de cuidado. Algunas pudieron terminar el bachillerato, pero no es el común denominador. La mayoría provienen de zonas pobres, intentaron tener empleos regulares y entendieron que el salario mínimo (que no es un salario digno en lo absoluto) nunca les permitiría enfrentar el alto costo de sobrevivir en medio de la emergencia humanitaria compleja que atraviesa el país.

Comparten sus historias y sus escasos recursos. Saben que no es suficiente para saber que estarán seguras, pero la sororidad las arropa un breve instante, antes de subirse a una gandola mientras dicen: “Nos vemos el domingo!!”.

Imagen de Free-Photos en Pixabay