Viernes, 06 de abril, 2018
Moncada , Alicia

Miles de indígenas de la amazonía venezolana se trasladan diariamente hacia las principales capitales del país o fuera de éste con una meta: recobrar la salud. Desde dormir en la calle hasta rogar por algo de comida en las puertas de diversas instituciones estatales, las penurias que viven ocasionan tanto dolor como las enfermedades y complicaciones. Sus historias nos muestran las consecuencias más agudas, y a la vez invisibilizadas, de la crisis de derechos humanos que atraviesa Venezuela  y el desmantelamiento de las políticas públicas de atención y protección a los pueblos  indígenas.


Rosalinda y Andreina García son indígenas uwottüja de la Amazonía venezolana. Llegaron a Caracas el 18 de febrero. Después de 25 horas de viaje terrestre desde Puerto Ayacucho, en condiciones precarias y peligrosas, deben sortear los inquebrantables obstáculos de un sistema nacional de salud pública devastado por la grave crisis de derechos humanos de Venezuela.

Con tan sólo 17 años de edad, Andreina debe someterse a una cirugía por múltiples quistes o fibroadenomas mamarios que han deformado sus senos.  La patología, aunque es benigna, amerita la extracción quirúrgica.  

Andreina ya no puede levantar los brazos por el dolor. Su familia necesita que esté sana. Sin ella se hacen cuesta arriba las labores del cultivo en el conuco familiar. Debe recuperarse o se verá obligada a abandonar las formas tradicionales en que su pueblo ha reproducido la vida en armonía con la naturaleza para insertarse en la minería ilegal o pagar  “servicio” en los grupos armados no estatales que azotan la región.

Durante 2 años y 6 meses luchó, junto a su madre Rosalinda, para conseguir un turno quirúrgico en el Hospital José Gregorio Hernández de Puerto Ayacucho en el estado Amazonas, único centro hospitalario de la región.

Lo que encontraron, en un lugar que se supone brinda vida, fue un silencio de muerte.

Salir buscando la cura

La escasez de insumos y personal médico en el hospital de Puerto Ayacucho obligó a Andreina y a su madre a realizar arduos y costosos viajes fluviales y terrestres para llegar a una Caracas que desconocían. Sin contactos que pudieran ayudarlas, arribaron al hospital universitario buscando la solución que en Amazonas no consiguieron.

En el hospital trataron de maniobrar con el sistema a través del Servicio de Atención y Orientación al Indígena (SAOI), una de las casi extintas políticas de atención a los indígenas del Ministerio del Poder Popular para la Salud.  

Su operación ha sido aplazada dos veces por falta de anestésicos. Y, aunque Andreina y Rosalinda siguen insistiendo, la justificación para prorrogar la cirugía radica en la condición benigna de sus tumores.  

Visité a Andreina y a su madre en el hospital. Duermen juntas en una camilla del pabellón de ginecología porque en cirugía no hay espacio. No tienen sábanas para cubrir el colchón y usan la ropa que trajeron para acobijarse en las noches caraqueñas. La comida es escasa y racionada, el agua potable no es accesible y deben recoger agua en los grifos de los baños de la aledaña Universidad Central de Venezuela.

Me contaron que situaciones como las que hoy viven no son nuevas en su historia familiar. Hace dos años la hermana de Rosalinda también padeció el mismo mal que Andreina. Buscando solventar en Caracas tuvo que dormir en las plazas porque no querían ingresarla en el hospital hasta que se pautara el día de la cirugía.  El miedo por lo que podía pasarle no la dejaba dormir y la comida la conseguía mendigando.

Cuando Rosalinda y Andreina llegaron a la capital temieron correr la misma suerte. El primer día, se quedaron pernoctando con mucho temor en el terminal de autobuses, tratando de pensar en algunas soluciones. Allí recordaron que en Caracas se ubica el  Ministerio del Poder Popular para los Pueblos Indígenas (MINPPI), una institución que para la mayoría de los indígenas amazónicos es inaccesible.

En su odisea por obtener el apoyo del MINPPI, conocieron a otros pacientes y familiares que, al igual que ellas, viajaron para resolver sus problemas de salud rogando por auxilio en las oficinas de atención al ciudadano de la institución.

Sentadas en la sala de espera hablaron con un coterráneo de la comunidad amazónica de Parhueña, que viajó a Caracas en búsqueda de atención médica para su pequeño hijo de 2 años que -por una infortunada caída de un árbol- tiene uno de sus ojos fuera de la cavidad.

Conversó con otros indígenas que le relataron sus penurias para llegar a Caracas con la esperanza de salvar sus vidas de enfermedades que las y los shamanes no pueden curar. Todos comparten una opinión: la salud de los pueblos indígenas parece que no es prioridad para nadie.

Rosalinda recuerda que al no tener suficientes recursos para costear los pasajes hacia Caracas consideró unirse a los grupos armados no estatales, que a cambio de servicio “militar” representan una salida económica para las y los indígenas que deben lidiar con las enfermedades de sus seres queridos.

También pensó en trabajar como minera, una actividad que depreda el bosque amazónico y que se agudiza a propósito de la crisis económica.

El dinero de los pasajes llegó gracias a una colecta comunitaria. Viendo la importancia del trabajo de Andreina en el conuco colectivo, familiares y demás miembros de la comunidad comenzaron a ahorrar para pagar el viaje. Fue una ayuda casi providencial, luego de que sus peticiones de apoyo fueran rechazadas en diversos organismos del estado Amazonas.

Hospitales en crisis: lugares de muerte

Rosalinda sabe que corrió con suerte porque en el hospital permitieron el ingreso no programado de su hija debido a las presiones de un doctor que se solidarizó con el caso. Cuando le pregunté por qué pasar tanto dolor para venir a Caracas, en medio de una las peores crisis de derechos humanos que ha vivido Venezuela y con una escasez nacional de insumos médicos, contesta:

“Tú sabes lo difícil que es allá [en Amazonas]. Acá en Caracas también es así. Aquí y allá es lo mismo. No sé ni para qué vine, allá o acá nos tratan como perros enfermos que esperan que se mueran de una vez”

Marlenys Blanco, líder uwottüja de la comunidad de Mavaco de Autana en Amazonas y parte de la organización de Piaroas del Sipapo también se enfrenta contra múltiples obstáculos para lograr la histerectomía que precisa por una severa endometriosis, condición que impide sus labores cotidianas en el conuco y  activismo en el movimiento indígena. 

Marlenys comenzó a tramitar la cirugía en el 2014 por la dirección regional de Salud Indígena de Amazonas. Hace unos días se cumplieron 4 años de espera. El caso nunca fue referido a otro hospital por considerarse no prioritaria la intervención, a pesar de que la endometriosis aumenta el potencial desarrollo de diversos tipos de tumores cancerígenos

Buscando desesperada una salida al dolor y el sangramiento, visitó el consultorio privado de una ginecóloga que le propuso realizar la operación en una clínica y por una alta suma de dinero.  Pensó en endeudarse con un prestamista pero las altas tasas de interés la hicieron desistir. Su único ingreso deviene de la venta de los productos de su conuco cercano al tepuy Autana, en pleno bosque amazónico y a 2 días de Puerto Ayacucho en un viaje fluvial que -por falta de gasolina- se realiza en las embarcaciones tradicionales.

Marlenys es una decidida activista contra la minería, pero sabe muy bien que la crisis empuja a comunidades indígenas enteras al trabajo en las minas y/o al ingreso en los grupos armados no estatales para obtener ingresos que les permitan costear los viajes hacia los centros de salud fuera de Amazonas y comprar medicinas en Colombia.

No duda en confesarme que a veces el dolor la lleva a pensar en la posibilidad  de vender los frutos de su conuco a los mineros que devastan su territorio tradicional, pues prefiere la cirugía que le ofrece la doctora de la clínica antes que el hospital.

Para ella, al igual que para muchos indígenas, el hospital es un lugar de muerte.  No quiere volver allí y me lo hace saber:

“En el hospital se murió mi hija y quizás yo también me muera allí porque los indígenas no vamos allí a que nos den vida, vamos es a morir porque nos dejan morir. Ahora todo es peor que antes, ahora sí que todos se mueren.”

Marlenys también me recuerda que en el 2016 falleció Panchita Ruiz, una shamana del pueblo pumé y líder comunitaria muy respetada. La causa fue un cáncer de mama en etapa 4.  Los últimos días de Panchita fueron inmersos en el dolor y en condiciones de sub-atención médica que no vivencia la población no indígena.

Boca Tronador, su comunidad de origen a orillas del Capanaparo en los llanos venezolanos, todavía llora a la shamana. Cuánta falta hace ahora que sus plantas, cantos y rezos eran lo único que curaba a su gente.

La historia de Panchita no es diferente a las de miles de indígenas que viven la crisis de salud en sus peores dimensiones.

Salud indígena en colapso

La exclusión, marginación y racismo que los indígenas padecen en el sistema de salud se ha magnificado con la crisis de derechos humanos que rompe diariamente las esperanzas de vida de las y los venezolanos y condena a muerte a los pueblos indígenas, una población que –históricamente- reporta los peores indicadores de salud del país.  

Rosalinda, Andreina, Panchita y Marlenys comparten las mismas condiciones de vulnerabilidad: son mujeres, sujetas de discriminación étnica y en pobreza extrema. La barrera lingüística y los choques culturales con la biomedicina también son parte de la combinación de factores que ponen sus vidas en un constante riesgo.

A propósito, Rosalinda afirma que:

“Si los criollos [no indígenas] están pasándola mal, imagínate nosotras: sin dinero, sin saber esas palabras difíciles que usan los médicos que a veces yo ni entiendo, sin conocer Caracas, sin poder ir a Puerto Carreño (Colombia) porque no tengo para comprar pesos para las medicinas. Me dan ganas de llorar de la rabia con todo.”

El sub-registro de información epidemiológica aunado a una imperante política de silencio epidemiológico invisibilizan la crítica situación de la salud indígena.  La falta de datos se relaciona  -en gran medida- con el déficit de atención que parece no tener un remedio inmediato.

De prolongarse esta situación, la supervivencia de los pueblos indígenas está bajo riesgo y en medio de una absoluta indolencia social y estatal.

Las penosas circunstancias de Andreina y Marlenys nos hablan de una  vulneración sistemática del derecho a la salud, pero además son las voces de una Venezuela profunda que clama desde hace mucho tiempo por condiciones para una vida digna.

Marlenys sigue luchando por el turno de su operación para volver a la inmensidad de su selva y Rosalinda ofrece servicios de limpieza al personal médico del hospital mientras espera por la cirugía de su hija. Entre lágrimas me dice que extraña su comida tradicional, su río y que las plantas de su conuco se secan.

Llora todas las noches rezando para que la espera termine y que vuelva la salud de Andreina. Anhelando “volver al monte”, volver a casa.