Miércoles, 04 de abril, 2018
Ávila, Keymer
La activista Marielle Franco, asesinada hace unos días por las balas de la policía federal de Brasil, luchaba justamente contra los excesos de los operativos policiales militarizados, cuestionaba valientemente la masacre por goteo que se aplica en su país. Estos excesos suelen tener nombres rimbombantes y propagandísticos en nuestra región: UPP en Brasil, OLP en Venezuela, “gatillo fácil” en Argentina. En algunos casos estos poderes de las fuerzas de seguridad del Estado llegan a expresarse en actos legislativos, como se pretende hacer con la Ley de Seguridad Interior en México o con las reformas del Código de Policía en Colombia. La mejor honra a la memoria de Marielle, mujer que simboliza las luchas de tantos sectores excluidos y vulnerables en Nuestra América, es levantar sus banderas contra el abuso de poder en cada uno de nuestros países, especialmente el que se expresa de manera letal contra nuestros jóvenes de los sectores menos favorecidos y racializados que constituyen nuestras grandes mayorías.
Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (2013), América Central ocupó el segundo lugar en el ranking de índices más altos de homicidios registrados por subregiones, América del Sur quedó en tercer lugar y el Caribe en el cuarto. La Organización Panamericana de la Salud y la Organización Mundial de la Salud (2016) coinciden con estos datos estimando la tasa de homicidios regional en 28,5 homicidios por 100.000 habitantes. Se trata de una tasa que cuadruplica la del resto del mundo y es el doble de la de los países en desarrollo de África.
¿Qué están haciendo nuestros Sistemas Penales ante estos altos índices de violencia? ¿Están contribuyendo a su incremento o a su disminución?
Tal como lo señala el reciente comunicado de la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología (ALPEC), diversos investigadores y académicos que estudiamos el comportamiento de los Sistemas Penales en nuestros países vemos con preocupación el auge de las políticas de mano dura, expresadas en razias policiales que no respetan ningún límite legal ni institucional, y que tienen a los más humildes y racializados como objetivos militares. En Nuestra América países como Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador y México, destacan por la militarización de sus políticas de seguridad ciudadana, así como por las miles de muertes que sus fuerzas de seguridad han generado durante los últimos años. La denuncia de casos tan graves como los asesinatos de Marielle Franco, Bertha Cáceres, Sabino Romero, los líderes sociales colombianos que luchan por el derecho a la tierra; las desapariciones de los 43 de Ayotzinapa, Alcedo Mora o Santiago Maldonado son apenas la punta del iceberg.
En esta materia los patriotismos negativos para ver quiénes ocupan los deshonrosos primeros lugares pudiera ser un ejercicio susceptible de ser instrumentalizado por intereses partidistas. Pero, además, también es complicado hacerlo con la debida rigurosidad, y de eso se encargan los poderes que hay detrás de toda esa violencia. El acceso a las cifras delictivas en general, y de homicidios comunes en particular, es difícil y en los casos en los que éstas son accesibles la calidad del dato no es confiable. Esta situación es mucho más crítica con los casos de violencia policial, especialmente con los homicidios cometidos por funcionarios de los cuerpos de seguridad. Estas dificultades no son una particularidad de algunos países de América Latina, existen en toda la región y también en países como Estados Unidos, dónde el debate de la violencia policial en contra de los negros está en el tapete (más del 40% de las víctimas son afrodescendientes y latinos, este conteo lo llevan por seguimiento de prensa porque no hay cifras oficiales confiables[1]).
Si nos vamos al sur y nos referimos a casos de muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado o “letalidad policial”, tomamos como base una investigación reciente de Ignacio Cano y Anneke Osse, y la contrastamos con las últimas informaciones oficiales dadas por las autoridades venezolanas, Brasil, Jamaica, El Salvador y Venezuela estarían entre los países con los organismos de seguridad más letales del continente. La situación en varios países de América Central y México[2] tampoco es alentadora.
Una herramienta adicional que es muy útil para hacer comparaciones entre países es el uso de la tasa de “muerte por intervención legal” por cien mil habitantes, que puede calcularse a través de los datos de salud que se encuentran bajo esta categoría de la Clasificación Internacional de Enfermedades de la OMS (CIE-10). Siguiendo este método, de un grupo de 8 países (Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Honduras, México, Perú y Venezuela) estudiados por Fondevila y Meneses (2014), con datos para el año 2011, Venezuela ocupaba el tercer lugar con una tasa de 0,411; el primer lugar lo tenía Honduras (1,012), el segundo Colombia[3] (0,553) y el cuarto Brasil[4] (0,396). Estos datos parecieran establecer una relación entre las tasas de homicidios nacionales y las tasas de muertes debidas a intervención legal (Ávila, 2017:33).
Parece que el modelo que algunos gobiernos latinoamericanos quieren imponer es el de Filipinas donde se lleva a cabo el operativo conocido como “Tokhang” que significa literalmente “golpea e implora”. Este país lleva en su cuenta unas 9.400 personas ejecutadas desde año 1.988 hasta nuestros días. Si se hace una revisión minuciosa estas cifras pueden ser superadas fácilmente por algunos de nuestros países.
La activista Marielle Franco, asesinada hace unos días por las balas de la policía federal de Brasil, luchaba justamente contra estas prácticas, cuestionaba valientemente la masacre por goteo que se aplica en su país. Estos excesos suelen tener nombres rimbombantes y propagandísticos: UPP en Brasil, OLP en Venezuela, “gatillo fácil” en Argentina. En algunos casos estos poderes de las fuerzas de seguridad del Estado llegan a expresarse en actos legislativos, como se pretende hacer con la Ley de Seguridad Interior en México o con las reformas del Código de Policía en Colombia. La mejor honra a la memoria de Marielle, mujer que simboliza las luchas de tantos sectores excluidos y vulnerables en Nuestra América, es levantar sus banderas contra el abuso de poder en cada uno de nuestros países, especialmente el que se expresa de manera letal contra nuestros jóvenes de los sectores menos favorecidos que constituyen nuestras grandes mayorías ¡Basta ya!
Publicado originalmente en: Contrapunto.
[1] El conteo que lleva el periódico The Guardian es de 1.146 personas en 2015 y de 1.092 para 2016.
[2] La guerra contra las drogas decretada desde 1995 por parte del gobierno, que fue continuada y recrudecida por las gestiones posteriores, ha traído como consecuencia el aumento de los homicidios, de las desapariciones y de la violencia armada en este país (Barrón, 2012).
[3] Según la Comisión Colombiana de Juristas (2011) entre los años 2002 y 2008, se registró la muerte de unas 8.000 personas a manos de las fuerzas de seguridad del Estado o que -al menos- contaron con el apoyo o tolerancia por parte de éste; así como unas 2.410 desapariciones forzadas (p.80). Todo esto sin entrar con el análisis de la denuncias según las cuales una de cada tres bajas reportadas por militares entre 2006 y 2007 eran falsos positivos.
[4] Según un informe de Naciones Unidas de 2016 Brasil presentó el número absoluto más alto de casos de balas perdidas por intervención legal, seguido de México, Colombia y Venezuela.